Legionella es una bacteria muy ubicua, de origen ambiental cuyo hábitat o nicho natural son las aguas superficiales (ríos, lagos, estanques…). Desde estos reservorios naturales, la bacteria puede colonizar los sistemas de abastecimiento de las ciudades y, a través de las redes de distribución de agua, incorporarse a los sistemas de agua (fría de consumo humano o caliente sanitaria) u otros sistemas que requieren agua para su funcionamiento, entre los que se encuentran torres de refrigeración, condensadores evaporativos, fuentes ornamentales, etc. Es capaz de sobrevivir en un amplío intervalo de condiciones físico-químicas, multiplicándose entre 20º C y 45º C y destruyéndose a 70º C, siendo su temperatura óptima de crecimiento de 35º C a 37º C.
La enfermedad causada por Legionella presenta dos formas clínicas bien diferenciadas: la infección pulmonar o enfermedad del legionario (cursa como una neumonía) y la forma no neumónica (o fiebre de Pontiac), la cual se manifiesta como un proceso febril agudo.
El mecanismo de transmisión es aéreo, a través de gotículas de agua que pueden penetrar en el aparato respiratorio por inhalación. Las instalaciones que utilizan agua en su funcionamiento que provocan la formación de aerosoles y, sobre todo, aquellas sin mantenimiento, mal diseñadas o con mantenimiento inadecuado, pueden ser focos de propagación de la enfermedad, especialmente si se favorece el estancamiento del agua y la acumulación de productos que sirvan de nutrientes a la bacteria (lodos, corrosiones, oxidaciones, incrustaciones…). En estas condiciones puede formarse un biocapa que, junto a una temperatura propicia, provoca la multiplicación de Legionella hasta concentraciones infectantes para el ser humano. Estas complejas biocapas hacen que Legionella presente una gran resistencia en estos hábitats, lo que puede hacer muy complicada su eliminación por medio de compuestos desinfectantes.
